Por
Francisco Urrea Pérez

Me venturo en deambular por los jardines donde yacen sueños y caminan a mi lado en la incesante beodez de la eternidad humana, insoportables seres que peregrinos de sí mismos buscan desobedecer su temporalidad a cambio de encantamientos estampados por la esclavitud invisible de la vida misma.
Es
la desventura hecha ilusión. El tálamo abisal donde yace el ser.
Hay
un miedo a estar solos en la cruda realidad. Y sí, encontrarse cara a cara con el
rastro de su rostro es aterrador.
La
muerte se esconde en el sedante de vivir el hoy, por el in sécula seculórum.
Y la existencia se
embriaga de vida con ese bebedizo coctel de la insensatez del placer por el
placer.
Se disfruta del
bocado de mundo con esa hueca independencia.

También el vino se
disfruta en el calor del ser, avivado en su humanidad, con el vigor del abrazo en la junta de la
alegría y del día a día en esa compañía de los seres que se aman.
Y hay un dentro de
sí que sabe de su cantos y silencios y de alberges, donde moran esos seres que
comparten nuestra vida en una grata y aterrizada existencia.
La muerte ya no
asusta porque el amor es una realidad que se allana al vivir con la humana
existencia.
Entendemos y vivimos nuestra suerte de humano, en el
disfrute de una vida donde los sueños son horizontes aliados a nuestros
caminos, a nuestra piel, a nuestras almas.
a nuestros afectos, como un pasar hecho de mundo, de tiempo y de circunstancia
como un coctel de pasiones que embriagan
de valía la existencia.
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