Por Francisco Urrea Pérez
Hay puertas hechas
de mutismo y magia, con velas que dan al cosmos en un boceto de mirada.
Se
aleja la realidad y se deja ver flotante un arco iris salido de la palabra y
caído en la inmensidad; la fuga de sí.
Es un verse como
observador casual en su propia palestra, briznado por cierta indiferencia, como
un desplazamiento del cuestionarse para
dejarse vivir en un teatro de acuarela.
Refrescase
así, con
mojadura de eternidad de las palmeras; con el hasta siempre, mientras
llega el sereno y se escucha pasajera la sed tocada por el manto de la lluvia y
la espuma del champan.
Levantar el gesto
y llevarlo en los pasos, como consorte de calle en las botas de un andar.
Repetirse tantas
veces y no ser el mismo toda vez. Cada siempre, vivir el escapismo bohemio
escondido en su mimo espejo.
Divagar las venas
para que el silencio no espíe el rosto. Que el filo de la perplejidad taje el
portal yacido en el viejo telón.

Decir lo
dicho tantas veces, no importa, escribirlo es tan placentero, como volver a
degustar el vuelo que se abandonó hace tiempo.
Y ese
abrazo que llega de los propios brazos al curtido pecho, se embarga del encuentro y acompaña al sórdido mirar sin infinito.
Lo lejos ya corteja. Solo un repicar de mudeces se apila en la voz llevada en
el adentro como un miserere.
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